-A una hora de Cáceres y Badajoz, desconocido y sin turistas, se yergue uno de los últimos paraísos europeos: la sierra de San Mamede
-En una veintena de aldeas salpicadas entre los montes viven alrededor de 3.000 alentejanos.
-El pico más alto mide 1.025 metros y en los valles florecen cerezos y camelios y despiertan las viñas.
Los ingleses ya la han descubierto. Los extremeños, no, aunque quede a un ratito de casa. Les hablamos de un paraíso escondido y cercano: la Sierra de San Mamede, un parque natural en plena Raya, frente a a La Codosera, San Vicente y Valencia de Alcántara. Hoy vamos a recorrer, aldea por aldea, lo más intrincado de estos montes. Entraremos por las aldeítas dobles de La Codosera y Sâo Juliào: La Rabaza-Rabaça y haremos un circuito de unos 50 kilómetros para volver a salir por el mismo punto.
Así que ya hemos entrado en Portugal y ya nos impresiona el paisaje: montes, bosques, algún riachuelo, silencio y nadie. Sólo nosotros y dos coches con los que nos cruzaremos en los 12 kilómetros hasta Alegrete. Hemos tomado esta dirección al poco de cruzar la frontera y el que avisa no es traidor: la carretera es endiablada por estrecha, por curvilínea, por mal asfaltada y por sus pendientes... Pero es tan bella... El paisaje, por ahora desolado, provoca una mezcla de emoción y angustia. Se ven cabras blancas, algún eucalipto, algún pino.
Unos kilómetros más adelante, la calzada es más ancha, hay más árboles y el viaje se torna más confortable. La ruta parece dibujada por un diseñador de emociones que ora te exalta, ora te asola. Subes y bajas y, a partir de Besteiros, la carretera ya merece ese nombre por bien pintada y asfaltada. La sierra se anima y llegamos a una aldea viva: Monterecos. En una curva descubrimos la Mercería-Café Cáceres.
Bajamos del coche muy patrioteros, pero el camarero nos rebaja el chauvinismo: no ha estado en su vida en Cáceres y el nombre del negocio responde a su apellido, muy común en esta sierra. Se llama Miguel Cáceres, es enfermero veterinario y lo mismo vende botas de campo, boinas o viseras que te pone un café muy rico.
«En Monterecos somos 80 vecinos. De ellos, cinco o seis jóvenes. Nos vamos a divertir a un bar de Alegrete, pero sobre todo salimos en Portalegre o nos acercamos a La Codosera, a San Vicente, a Alburquerque, a Badajoz... Ahora estoy en paro. Tengo 28 años. Me gustaría trabajar en la zona y no emigrar. ¿Turistas por aquí? No, casi nada». Miguel charla, se deja fotografiar mientras descansamos bajo un limonero, junto a unas jaulas de alegres periquitos.
Proseguimos nuestra ruta serrana. Los arcenes de la carretera están repletos de pilas de troncos listos para ser cargados en camiones. Hemos bajado de los 900 a los 700 metros y la vegetación se torna más exuberante. Por fin, tras una curva, aparece Alegrete, capital oficiosa de la sierra.
Alegrete parece salida de un tópico alentejano: es una aldea blanca, encaramada a una colina suave, con castillo e iglesia en una punta del pueblo y sin pegotes arquitectónicos que rechinen demasiado. Fue ocupada por los moros en el siglo VIII y reconquistada en el 1160. El rey Don Dinis mandó edificar el castillo en 1319 y le otorgó categoría de villa.
Fregresía de segunda
El castillo fue sitiado por las tropas españolas en varias ocasiones y conquistado por el extremeño Alonso de Monroy en 1475. En 1855, Alegrete perdió el juzgado y la cámara municipal. Desde entonces depende de Portalegre. Es fregresía rural de segunda y tiene 2.055 habitantes, más o menos los mismos que tenía cuando dejó de ser ayuntamiento.
De sus tiempos de gloria, Alegrete conserva el castillo, la torre del reloj, varias iglesias y un casco antiguo pequeñito, pero precioso, por cuyas calles empedradas da gusto pasear. El castillo ha sido restaurado con buen gusto y han instalado unas pasarelas de acero y madera que permiten subir a las torre sin peligro y contemplar las llanuras alentejanas, que se extienden al pie de la sierra. Y eso sí, Alegrete es un pueblo con cero turistas casi todo el año: una perla secreta.
En la plaza está la antigua sede del ayuntamiento. Hay una placa que lo recuerda, pero no se trata de un recordatorio reivindicativo, sino de un homenaje a un grupo de vecinos. El nombre de esa pandilla da idea de cómo se vive aquí: «Damos grandes passeios aos sabados».
Da gusto pasar un rato en esta aldea. Las calles tienen nombres con sentido común: «Rua das boas razones». Y al pie de la placa, dos butacones de madera y acero conforman un mobiliario urbano acogedor y lujoso que recuerda al parisino Parc de Luxembourg, pero con mejores vistas. Bajo el templete de la plaza, hay unos aseos públicos que para sí quisieran muchos restaurantes de primera. De diseño moderno, tienen jabón, papel higiénico, agua caliente y, aunque nadie los vigila, están en perfecto estado.
Los impolutos baños públicos de los pueblos portugueses de la Raya son una señal de superior civilización. Frente a la torre del reloj, tomando el sol con sombrero y vestida de negro, Virtuosa ve pasar la mañana. «83 años tengo ya, confiesa, pero vivo bien aquí. Cuando tengo saudade, me acerco a ver a mis hijos a Évora o a Lisboa. Viví con mi marido muchos años en Óbidos y Caldas da Rainha, pero a la jubilación, volví a mi pueblo».
Virtuosa Vaz explica que en Alegrete vive muy poca gente y hay muchas casas vacías. «Morreron o foron para Lisboa». Pero el pueblo tiene su vidilla sabatina. Las vecinas compran embutidos en la carnicería Paladar. Los vecinos salen a pasear y saludan educadamente al forastero: «Bon dia».
Dan ganas de demorarse, pero la sierra es grande y conviene proseguir. Bajamos de Alegrete y llegamos a las faldas de la sierra, a un paso de la llanura. Enfilamos por la carretera de Portalegre, que es buena y cómoda. Hace tiempo que dejamos atrás las colinas desoladas. Ahora los campos están llenos de naranjos y viñas, que rodean casas de campo sencillas y bonitas. Se venden algunas fincas y las vende el señor Trinidade, que aparece en los carteles con su foto y su bigotón. En Portugal, los muertos y los agentes inmobiliarios se anuncian con su foto en esquelas y carteles. En un cruce se presenta Reguengo. Por ahí vamos y descubrimos camelios. Se trata de un árbol de origen oriental que se da solo en lugares de clima muy benigno. Florece al final del invierno y es el más característico de las Rías Baixas gallegas. Aquí, en este paraíso serrano y templado, también triunfa. La visita a Reguengo no nos dice demasiado y nos vamos a comer al Tumba Lobos, donde coincidimos con el empresario pacense Julián Cuéllar, que tiene por aquí, en Arronches, sus magníficas bodegas de vino. Almuerza con otros colegas y preparan acciones comunes de las bodegas de San Mamede y sus vinos tan particulares.
Tras la comida, volvemos a meternos en lo más intrincado de la sierra. Ahora le toca el turno a la fregresía de Sâo Juliâo. Son 13 aldeas dispersas y 444 habitantes. Pero antes nos acercamos a las ruinas romanas de Ammaia, junto a la carretera de Marvao a Portalegre por la sierra. Viniendo de Sâo Juliâo no están señalizadas. Son sencillas, pero merecen la pena. La entrada al museo y a la villa romana cuesta dos euros. Y continuamos camino de Rabaça y del final del viaje. Pero antes cruzaremos Porto da Espada, en una ladera, con sus mansiones blancas, sus ovejas negras en medio del pueblo y su casa de pasto para comer rico y barato. Y más aldeas bonitas: Alagoinha, Barrocâo, Igreja, que es la capital con su iglesia, sus jóvenes en la carretera, su cementerio florido y su cajero automático, que hace las veces de simbólico rollo jurisdiccional moderno. El paisaje se abre, la sierra se expande. Llegamos a Rabaça, cruzamos de nuevo la frontera y, ya en Extremadura, nos reconciliamos con el asfalto, pero no olvidamos el paraíso.
Texto: Hoy.es Fotografias: Fotocaballero
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